El pianista, compositor y docente uruguayo fue un acérrimo de defensor de la orquesta típica y de la música instrumental.
Miguel Villasboas falleció el domingo a los 87 años. En 1952, inspirado por su gran referente profesional, el pianista argentino Roberto Firpo, había fundado el primer grupo musical del que se haría cargo: el Quinteto Miguelito. Así le daba inicio a una carrera artística que se prolongó por más de 60 años y que tuvo como gran sello de identidad la orquesta típica, que fue su gran pasión, y a la que llevó de viaje por el mundo, incluidas tanguerías de Australia, Japón y Estados Unidos.
“Tenés que hacerte tu nombre”, le había recomendado otro de sus maestros, el director de orquesta argentino Julio de Caro, en los inicios profesionales del pianista, compositor, arreglador, director de orquesta y docente uruguayo, nacido un 30 de diciembre de 1936.
Villasboas se crio en una casa de Bulevar Artigas y Libertad, entre Pocitos y Parque Rodó. Antes de dedicarse al tango supo de la música clásica, gracias a su padre cantante y pianista, y a su madre cantante, ambos aficionados a la ópera, con especial predilección por la obra del italiano Giuseppe Verdi.
En su autobiografía Los años dorados (2013, Tanguedia), Villasboas recuerda que su gusto por la música arrancó con las melodías que escuchaba en su hogar interpretadas por su madre, y remarca la exigencia de su padre, quien, ante el pedido de su hijo, interesado por avanzar en estudios vinculados a la música, lo envió a aprender solfeo, “las Horcas Caudinas de la música”, según escribió sobre el desafío, antes de tocar una sola nota en el piano, instrumento que estudiaría en profundidad durante su adolescencia.
El tango apareció en sus años liceales, “cuando estaba de moda, y era amo y señor”, señalaba en 2016, en una entrevista con el programa Notas culturales. “Iba a casa de compañeros de clase y nos pasábamos la tarde con discos de Francisco Canaro, Roberto Firpo o el Cuarteto de los Ases”.
Sus notables condiciones como pianista llamaron la atención del violinista y director Nicolás Agapios, quien, en 1955, lo convocó para integrar su orquesta Estampas del 900. Ante la temprana desaparición de Agapios en 1959, Villasboas siguió camino con su propia orquesta, subido a un auto de marca Austin que él mismo manejaba, en interminables giras a lo largo de todo Uruguay: “Íbamos tres adelante y cuatro atrás, el contrabajo en el techo y los violines y los bandoneones en la valija. Así estuvimos años hasta que un día casi me mato en un accidente”, contaba el pianista sobre sus días más felices. “El interior era mucho más amable con nuestra música. La gente salía de trabajar y arrancaba para los boliches a conseguir una novia, o estar con los amigos, y ahí veníamos nosotros con nuestra música”.
El primer concierto de Miguel Villasboas y su orquesta tuvo lugar en un boliche de Estación La Sierra, en Maldonado. Lo de toda su vida fue el estudio de su oficio y el respeto por unas ciertas reglas fundacionales. Había adoptado de Roberto Firpo el sonido de la orquesta típica y de la guardia vieja, con un énfasis en “la pianística” y la música instrumental.
Dejó, según relata, más de 600 grabaciones, y hay registros de 60 long plays editados con su nombre, en los que recorre gran parte de la historia del tango rioplatense. Dentro de esa obra los especialistas del género han destacado, entre otras, su interpretación de “La cumparsita” en orquesta o piano pelado, y llaman la atención sus deslices hacia la música culta, como los que se pueden escuchar en el disco Dos pianos para el tango (Sondor, 1974) junto a su colega Washington Quintas Moreno.
En la música, su gran obsesión era el sonido que salía del sexteto tanguero, tal como lo había aprendido con De Caro. “Tienen que ser seis”, insistía, “para lograr las dos voces que hacen los bandoneones, las dos de los violines, mientras que el piano y el contrabajo acompañan”, explicaba.
Villasboas fue, además, un docente de educación musical que sentía un particular orgullo por haber impartido clases “en todos los liceos de Montevideo”. Por 30 años y a partir de 1960 enseñó como egresado del Instituto de Profesores Artigas, donde tuvo como docentes a los pianistas Hugo Balzo y Nilda Müller.
De los escenarios el pianista se retiró en 2008. Compartió actuaciones con Osvaldo Fresedo, Alberto Castillo, Francisco Canario y Juan D’arienzo, entre muchos otros.
Indicado como una de las grandes figuras del tango rioplatense, siempre prefirió “un perfil bajo”, que no abandonó hasta el final de su carrera, más interesado en resaltar la influencia de sus maestros que los brillos de su propia obra.
En 2018, la Intendencia de Montevideo lo declaró Ciudadano Ilustre, y en la peatonal Sarandí una baldosa con un sol y su nombre recuerda sus aportes a la cultura y la música.
“Dentro de mis limitaciones, fui un hombre serio en mi oficio, no hice música para ganar dinero, me dediqué a hacer lo que me gustaba”, dejó escrito en su libro de memorias. De Firpo se quedó con otra verdad: “Mantenete en el estilo instrumental, que nunca muere; cuando llegues a un lugar, siempre te vas a encontrar a alguien con ganas de bailar un tango”.